Con números musicales bien logrados, la versión autóctona del telefilm de Disney tiene las limitaciones propias de un artefacto comercial que transforma a los chicos en meros elementos visuales. Nada sorprende.
Acaso ya no haya nadie que no lo sepa: los estudios Disney decidieron hacer una versión de su exitosa High School Musical en la Argentina. La cosa se encaminó, se consiguieron los protagonistas, se escribió una historia enraizada en la del film original, se buscaron locaciones que dieran lo más “neutro” posible y a la gente idónea para hacerlo. El resultado está aquí, y se llama High School Musical. El desafío: un cuento en el que Fer y Agus, dos alumnos del paquetísimo High School Argentina, vuelven de las vacaciones de verano con sus hormonas en ebullición, para encontrarse con sus amigos (Juanchi, Facha, Gastón, Vale), y con los que no lo son tanto (la malvada Sofi y sus laderas, su hermano Walter).
Antes de que los chicos siquiera agarren un libro, el director (Peter McFarlane, en un guiño al programa que sacó del anonimato a la mayor parte del plantel de esta película: era uno de los jurados del casting televisivo), anuncia que habrá un “desafío de las bandas”. La pérfida Delfi, toda una estrella del canto, cree que el certamen ya tiene ganadora. Pero como todo debe incluir una cuota de “espíritu”, una profesora (una Andrea del Boca bastante corrida del registro aconsejable) estimula a los chicos para que se anoten en el concurso. Además, una ex alumna que es toda una estrella (Liz Solari) le da entidad a la compulsa. Mientras avanza la historia, Fer y Agus comprenden tres cosas: que se gustan, que saben entonar, y que pueden cantar juntos.
Entonces, Fer y sus compinches arman una banda, Agus se prende, Delfi se pone furiosa porque su hermano los ayuda, y todo avanza hasta un final que no conviene adelantar aquí. Para los millones de chicos que vieron la original en Disney Channel decenas de veces, todo suena conocido. Pero de eso se trata todo esto, al fin y al cabo.
El director Jorge Nisco encaró el trabajo con todo el profesionalismo adquirido en la televisión (sólo tiene una experiencia en cine: Comodines) y eso pesa: la narración acerca un ritmo televisivo que, si bien aporta dinámica a la imagen –algo que trabaja a favor de la simpatía de los chicos, y de paso entra perfectamente en los “cánones Disney”– también conspira –tal vez fatalmente– contra la construcción de personajes.
La pregunta pertinente es si hay una idea cinematográfica detrás de HSM, o si es un simple producto de explotación, algo así como un paso más de una maquinaria que no puede detenerse (la aceitada secuencia comercial peli de afuera-merchandising exhaustivo-peli de acá). Se puede ensayar una respuesta.
En tanto film, HSM entretiene con lo básico: los conflictos adolescentes, que, como dice el tango, son hoy un juramento y mañana una traición; los temas musicales (once momentos que, hay que decirlo, están bien logrados), y ese ir detrás –en el colegio, en la vida– de lo que dicten el corazón y las ganas, digan lo que digan los demás. El problema es que la historia que cuenta todo eso requiere del más puro esteticismo visual para ser contada, lo cual convierte a la película en un artefacto en el que los chicos (que están muy bien en general, demostrando, sobre todo la pareja principal, que las películas pueden ser flojas pero los castings excelentes) son sólo un elemento para ese fin. Como si sólo se tratara de cumplir con las especificaciones del envase.
O como si ellos mismos, que están adentro del cuento pero son adolescentes al fin, fueran sus propios destinatarios. Y nada más.
Antes de que los chicos siquiera agarren un libro, el director (Peter McFarlane, en un guiño al programa que sacó del anonimato a la mayor parte del plantel de esta película: era uno de los jurados del casting televisivo), anuncia que habrá un “desafío de las bandas”. La pérfida Delfi, toda una estrella del canto, cree que el certamen ya tiene ganadora. Pero como todo debe incluir una cuota de “espíritu”, una profesora (una Andrea del Boca bastante corrida del registro aconsejable) estimula a los chicos para que se anoten en el concurso. Además, una ex alumna que es toda una estrella (Liz Solari) le da entidad a la compulsa. Mientras avanza la historia, Fer y Agus comprenden tres cosas: que se gustan, que saben entonar, y que pueden cantar juntos.
Entonces, Fer y sus compinches arman una banda, Agus se prende, Delfi se pone furiosa porque su hermano los ayuda, y todo avanza hasta un final que no conviene adelantar aquí. Para los millones de chicos que vieron la original en Disney Channel decenas de veces, todo suena conocido. Pero de eso se trata todo esto, al fin y al cabo.
El director Jorge Nisco encaró el trabajo con todo el profesionalismo adquirido en la televisión (sólo tiene una experiencia en cine: Comodines) y eso pesa: la narración acerca un ritmo televisivo que, si bien aporta dinámica a la imagen –algo que trabaja a favor de la simpatía de los chicos, y de paso entra perfectamente en los “cánones Disney”– también conspira –tal vez fatalmente– contra la construcción de personajes.
La pregunta pertinente es si hay una idea cinematográfica detrás de HSM, o si es un simple producto de explotación, algo así como un paso más de una maquinaria que no puede detenerse (la aceitada secuencia comercial peli de afuera-merchandising exhaustivo-peli de acá). Se puede ensayar una respuesta.
En tanto film, HSM entretiene con lo básico: los conflictos adolescentes, que, como dice el tango, son hoy un juramento y mañana una traición; los temas musicales (once momentos que, hay que decirlo, están bien logrados), y ese ir detrás –en el colegio, en la vida– de lo que dicten el corazón y las ganas, digan lo que digan los demás. El problema es que la historia que cuenta todo eso requiere del más puro esteticismo visual para ser contada, lo cual convierte a la película en un artefacto en el que los chicos (que están muy bien en general, demostrando, sobre todo la pareja principal, que las películas pueden ser flojas pero los castings excelentes) son sólo un elemento para ese fin. Como si sólo se tratara de cumplir con las especificaciones del envase.
O como si ellos mismos, que están adentro del cuento pero son adolescentes al fin, fueran sus propios destinatarios. Y nada más.